​Soy maestra en artes visuales con énfasis en plástica de la Universidad Javeriana. Llegué a la escultura a través de la pintura. Todo comenzó con el olor a trementina en las tardes de juego donde mi abuela. Yo jugaba y pintaba, pintaba y jugaba. Ambas cosas eran lo mismo para mí.

 En mi adolescencia, el mundo era figurativo. Pintaba manzanas, peras. Hacía patrones. Usaba colores sólidos. Intentaba imitar los trazos de Magritte y, en ocasiones, me aventuraba con los de artistas abstractos como Kandinsky. Quería pintar bien. Ese era mi sueño. Decidí irme a Italia para estudiar Bellas Artes en Florencia y después tomé cursos libres con pintores en Roma. Conocí el grabado. Descubrí que podía volverlo tridimensional, interviniéndolo con cartones prensados.

 Aún con la idea de ser pintora, pero abstracta, volví a Colombia. Entré a la facultad de Artes Visuales de la Javeriana, en Bogotá. Mi trazo era grueso, nada delicado. Si otros compañeros de facultad eran pintores de muñeca, yo era pintora de brazo, de grandes formatos que me obligaban a vincular todo mi cuerpo. Empecé a experimentar con las texturas, a jugar con el gesto, a usar arena, esferas de acrílico, ropa y otros materiales que me permitieran darle volumen al lienzo.

En tercer semestre, conocí las obras de los estadounidenses Richard Serra y Frank Gehry. Gracias a ellos, y a los colombianos Eduardo Ramírez Villamizar y Édgar Negret, se abrió un camino que hoy sigo transitando y transformando: el de la escultura.

 En esos años desarrollé una profunda vocación hacia el material, que se reforzó con talleres en la Escuela de Artes y Oficios de Bogotá. Empecé con la madera y pasé por el cobre y el bronce. Terminé en el acero. He aprendido a domesticarlo. A convertirlo en un vehículo para expresar fragilidad.

Recientemente participé en una de las exposiciones de arte contemporáneo más grandes de Europa: Nordart, en Büdelsdorf, Alemania.